viernes, 23 de enero de 2009

Osorio Sosa

Osorio Sosa, Apolonio.

23/12/1997

Tribunal: Tribunal Oral en lo Criminal Nro. 23 de la Capital Federal

Fecha: 23/12/1997

Publicado en: LA LEY 1998-B con nota de Francisco J. D'Albora LA LEY 1998-B, 795 DJ 1998-3, 277

Buenos Aires, diciembre 23 de 1997.

El doctor Chamot dijo:

I. Conforme surge del requerimiento de elevación a juicio, se imputa a Apolonio Osorio Sosa, "... que, con fecha 26 de marzo de 1997 aproximadamente a las 16.05 horas, se encontraba sobre la calle "4", intersección con la "5", de la Villa 31 de la Capital Federal -justo frente a la terminal metropolitana de ómnibus- en compañía de otra persona aún no identificada, acometieron en forma armada y con intencionalidad de robo contra el chofer de ómnibus de la línea "Godoy S.R.L.", Carlos A. Zarza. Al negarle el acceso al vehículo que tripulaba, rompieron uno de los vidrios de la puerta de entrada a la unidad y el de la escotilla trasera, al tiempo que concurrió en auxilio del chofer asaltado el conductor de la empresa "Flecha Bus" Jorge A. Jones, quien sorprendió al imputado Apolonio Osorio Sosa, quien luego de manifestar "no te metas hijo de puta", le efectuó un disparo con el arma de fuego que portaba, impactando el proyectil en el brazo derecho de Jones, dándose el agresor a la fuga en dirección al interior del barrio de emergencia de mención, siendo observado en su huida por el empleado de "Flecha Bus", Rafael A. Velozo. Que arribado personal policial al lugar, logró recabar por intermedio de un vecino, que por temor no brindó su nombre, que el autor de la agresión resultaría conocido bajo el apelativo del 'paraguayo Osorio', determinándose que viviría en la casa 38, manzana 7 de la villa, procediéndose a la detención del mencionado Apolonio Osorio Sosa cuando salía de la morada de referencia, logrando ser reconocido por el referido Rafael A. Velozo como el individuo que huyera armado del lugar del ataque, ocurriendo la identificación cuando era conducido por los efectivos policiales actuantes. Asimismo, y dentro de la vivienda de alusión, se encontró un revólver marca "Doberman Extra", calibre 22 largo, Nº ..., con diez alvéolos, conteniendo 3 cartuchos intactos, que habría sido utilizado por Osorio Sosa".

Que a fs. 207/208 obra el acuerdo al que arribaran las partes conforme lo normado por los arts. 431 bis y concordantes del Cód. Procesal Penal, del que se desprende el reconocimiento por parte del imputado Apolonio Osorio Sosa de su autoría respecto a los hechos atribuidos por el Ministerio Público Fiscal y la solicitud de la Fiscal de Cámara, doctora María L. Jalbert de calificar la conducta de Osorio Sosa como constitutiva del delito de robo con armas en grado de tentativa en concurso ideal con abuso de armas y se imponga al procesado la pena de 2 años y 6 meses de prisión y al pago de las costas. Asimismo, por registrar una sentencia firme de 3 meses de prisión en suspenso, por el delito de robo en grado de tentativa, dictada el 1º de setiembre del corriente año por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº10 de la Capital Federal, conforme lo normado por el art. 58 del Cód. Penal impetró se le imponga la pena única de 2 años y 7 meses de prisión, de efectivo cumplimiento y el pago de las costas. A todo lo cual dan su consentimiento el imputado y su letrado defensor el doctor Jorge Falco.

A fs. 216 luce glosada el acta relativa a la audiencia realizada en virtud de lo dispuesto por el art. 41 del Cód. Penal, disponiéndose el llamado de autos para sentencia.

II. No habiéndose planteado otras cuestiones a resolver, conforme las reglas previstas en los arts. 431 bis, 398 y concordantes del Cód. Procesal Penal, por los fundamentos que, seguidamente se exponen, llego a las siguientes conclusiones.

A partir de los elementos de juicio reunidos en el sumario ha quedado acreditado con certeza la ocurrencia del hecho endilgado y la participación, que, en calidad de coautor, le cabe al imputado Apolonio Osorio Sosa.

En efecto, el imputado, en las circunstancias de tiempo y lugar atribuidas en el requerimiento de elevación a juicio, que se dan por reproducidas, intentó apoderarse ilegítimamente de algún objeto de valor de propiedad de Carlos A. Zarza cuando este se encontraba a bordo del interno Nº ... de la empresa de Transporte "Godoy S.R.L.". Para ello el imputado y otro sujeto que no ha sido identificado, golpearon la parte trasera de la unidad y luego se apostaron en la su parte delantera, colocándose el no identificado al frente sobre la vereda de la villa aledaña y el imputado próximo a la puerta de acceso, haciendo señas al conductor para que la abriera. Ante su negativa, Osorio Sosa extrajo de entre sus ropas un revólver calibre 22 de doble acción, marca Doberman Extra Nº ..., con la que rompió con un golpe parte de uno de los vidrios de la puerta delantera, a la vez que el chofer Zarza intentaba arrancar el vehículo; previo a lograrlo, el imputado logró romper por completo el vidrio en cuestión, pero el damnificado pudo huir del lugar. No obstante, por encontrarse cerca y escuchar el ruido de la rotura de los vidrios, se aproximó, en auxilio, Jorge A. Jones siendo increpado por el imputado diciéndole "no te metas hijo de puta" (sic.) a la vez que le efectuaba un disparo con el arma que empuñaba, dando el proyectil en su brazo derecho, alojándose en el tercio inferior cara anterior del mismo, causándole una lesión leve. Luego de lo cual, Jones se alejó corriendo del lugar encontrándose con otros empleados de la empresa para la cual trabaja, entre ellos Rafael A. Velozo quien vio al imputado ingresar a la Villa 31.

Lo expuesto con base en:

La declaración testimonial de Carlos A. Zarza, quien a fs. 54 manifestó que el día del suceso, siendo las 16.20 se encontraba en el interior del rodado de larga distancia interno ... de la empresa "Godoy S.R.L." que conduce, estacionado en los accesos de la Terminal de Retiro, cuando vio pasar dos jóvenes y escuchó un golpe en la parte trasera de la unidad, restándole importancia. Inmediatamente, esos mismos muchachos se pararon en la parte delantera y uno de ellos se acercó a la puerta de acceso haciéndole señas para que abriera la misma, a lo que el dicente se negó. Entonces, el sujeto levantó su camisa y extrajo un revólver, pretendiendo en ese momento el declarante arrancar el rodado pero con el arma el agresor rompió parte del vidrio de la puerta y antes que el dicente lograra marcharse, al parecer con un disparo, terminó rompiendo todo el vidrio. Inmediatamente dio aviso al personal de seguridad de la estación. Asimismo dio detalle de las características fisonómicas de quien lo agrediera con el arma de fuego. Por lo demás dijo no haber visto a otro chofer acercarse al lugar con la finalidad de auxiliarlo, pero tomó conocimiento luego que fue herido con un disparo.

A fs. 56, Carlos A. Zarza reconoció en rueda de personas a Apolonio Osorio Sosa como el agresor que pretendiera desapoderarlo.

La declaración testimonial de Jorge A. Jones que obra a fs. 48 ocasión en la que expresó que el día del hecho se encontraba limpiando el interno que conduce de la empresa "Flecha Bus" estacionado en las calles lindantes con la Terminal de Retiro, siendo entonces que escuchó una explosión de vidrios proveniente de un micro lindero al suyo, a la vez que su chofer pedía auxilio. Al acercarse al ómnibus en cuestión fue sorprendido por un individuo que le dijo "no te metas hijo de puta" y le efectuó un disparo con un arma de fuego impactando en el brazo derecho del dicente, que a pesar de ello pudo alejarse del lugar encontrándose en su camino con otros choferes, Juanjo Vallejo y Velozo, quienes pudieron ver al agresor pues lo venía persiguiendo. Por lo demás, brindó una descripción pormenorizada y coincidente con Zarza del sujeto que lo lesionara. Tan es así que a fs. 50 el dicente reconoció en rueda de personas al imputado como la persona que lo agrediera.

También se cuenta con los dichos de Rafael A. Velozo, quien a fs. 13 manifestó que es empleado de la empresa "Flecha Bus" y que el día del hecho se encontraba conversando con un chofer de la empresa para la cual trabaja y sintió un disparo de arma de fuego a la vez que por la parte delantera del interno ..., se aproxima el chofer Jorge Jones con el brazo ensangrentado y detrás de él un joven empuñando un arma de fuego, quien al ver al dicente y al otro chofer huye por el mismo lugar por donde había hecho su aparición. Ante ello el dicente salió en búsqueda de un patrullero, dejando al herido con el chofer; siendo luego trasladado a un nosocomio. Mientras tanto el chofer con quien hablaba y el dicente permanecieron en el lugar observando el operativo policial, pudiendo constatar que, poco después, personal policial trasladaba aprehendido desde el interior de la Villa 31 al sujeto que había visto empuñar el arma de fuego y herido a Jones, haciéndoselo saber a los agentes del orden.

A fs. 5/6 constan los dichos del inspector Flavio P. Acevedo quien manifestó que el día del evento en cuestión fue avisado a través de la motorola del móvil que frente a la Villa 31 se necesitaba de modo urgente una ambulancia porque una persona se hallaba herida de bala a consecuencia de un intento de robo. Efectivamente, en el lugar constató tal circunstancia, a la vez que el herido le proporcionó las características fisonómicas de su agresor. Entre tanto, una de las personas que se hallaban en el lugar se acercó al dicente y le manifestó que por temor guardaba su identidad pero que por las particularidades que describiera la víctima, el agresor sería a quien conoce como el "paraguayo Osorio". Ante ello y dado que el agente que secundaba al exponente, conocía a tal individuo, se internaron en la Villa 31 y a unos 200 metros del lugar del hecho vio salir de la casa ..., de la manzana ... a quien identificó como el referido Osorio por lo que procedió a demorarlo y trasladarlo al lugar de los hechos. Allí quien se identificó como Rafael A. Velozo, reconoció al prevenido como aquél que atacara a Jones. Ante ello, el declarante en presencia de los testigos Claudio M. Pereyra y Luis A. Derudder, procedió a la detención y lectura de derechos del imputado Osorio Sosa, cuya acta luce glosada a fs. 7/8. Asimismo, ante la sospecha que el arma utilizada se encontrara en el interior de la vivienda de la cual egresara el detenido, se implantó consigna policial hasta tanto se ordene su allanamiento.

Que, conforme se desprende de la constancia de fs. 12, el doctor Roberto Grispo, juez a cargo de la instrucción ordenó en virtud de lo dispuesto por el art. 184 incs. 2º, 4 º y 7º inc. 2º del Cód. Procesal Penal, se ingresara a la finca en cuestión y se procediera al secuestro del arma de fuego de ser hallada.

Es así que, según los dichos del mencionado Acevedo obrantes a fs. 14, en presencia de dos testigos se ingresó a la vivienda y se procedió al secuestro de un revólver, labrándose el acta de estilo a fs. .15, de la que surge que sobre una máquina de coser y envuelto en una toalla azul fue hallado un revólver calibre 22, marca Doberman. Nº ..., con diez alvéolos, conteniendo tres cartuchos intactos.

Los testigos del secuestro Claudio E. Gómez y Ricardo J. J. Arias prestaron declaración a fs. 19 y 20 respectivamente oportunidad en la que reconocieron sus firmas en la pieza mencionada y los efectos secuestrados al serle exhibidos.

A fs. 9/10 obran los dichos de Miguel A. Escalante, quien secundara a Acevedo, brindando una versión totalmente coincidente con la aportada por su superior.

Por último se cuenta con los dichos del subinspector Guillermo E. Re, quien a fs. 1/2 expresó que se constituyó en el lugar y halló a Jorge Jones quien se encontraba herido en su brazo derecho, refiriéndole lo que había pasado, pudiendo constatar la existencia de partes de vidrios desgranados sobre el cordón de la calle 4 frente a la manzana ... aparentemente del cristal de un micro.

Completan el cuadro probatorio el croquis del lugar glosado a fs. 3; el acta de levantamiento de muestras de ambas manos de Osorio Sosa para efectuar la pericia química denominada "dermatest" de fs. 22, cuyo resultado obra glosado a fs. 210/211, desprendiéndose del mismo que en la muestra de la mano derecha del imputado se comprobó la presencia de constituyentes de restos de deflagración de pólvora; la pericia balística practicada sobre el arma secuestrada cuyas conclusiones obran a fs. 121/123, siendo que se detectó restos de deflagración de pólvora y además apta para el disparo, correspondiéndose las municiones con el arma en cuestión.

Por otra parte, nos ilustran las fotografías de fs. 74 -restos de vidrio roto- y de fs. 75 del arma y los proyectiles secuestrados.

Concluye la prueba de cargo colectada con los informes médicos de fs. 73 y 159 que dan cuenta de la lesión de carácter leve sufrida por Jorge Jones y del mecanismo determinante compatible con proyectil de arma de fuego.

Lo reseñado hasta aquí permite aseverar que se ha cometido un hecho ilícito dado que todas las piezas de convicción, que han sido detalladas precedentemente, dan cuenta de su acaecimiento y de la responsabilidad que por el mismo le cabe al imputado Osorio Sosa.

En efecto, los testimonios de Zarza, Jones y Velozo brindan una versión de los hechos que mediante su engarce permiten una reconstrucción fidedigna de lo acontecido el 26 de marzo del año en curso en horas de la tarde, en las cercanías de la Terminal de Omnibus de Retiro; máxime si se tiene en cuenta que los tres reconocieron al imputado como el autor de las agresiones inferidas. Por otra parte, fueron ellos quienes en forma conteste han manifestado haber visto al procesado empuñar el arma de fuego que luego fuera secuestrada del interior de la vivienda de la que se lo viera salir minutos antes.

Si a esto le aditamos que en el arma incautada se encontró restos de deflagración de pólvora y el dermotest dio resultado positivo respecto de la mano derecha del encausado, ninguna duda puede albergarse acerca de la materialidad del hecho y de la responsabilidad del imputado; corroborando tal afirmación las pericias médicas y balísticas mencionadas más arriba. Como corolario merece recordarse los dichos de los preventores que, merced a su inmediata intervención, pudo darse con el imputado logrando su aprehensión y secuestro del arma utilizada, la que luce fotografiada en el lugar del hallazgo a fs. 75.

De esta forma queda fehacientemente probadas la ocurrencia del hecho y la participación del procesado en calidad de coautor, cuya responsabilidad penal se encuentra acreditada a partir del informe médico legal obrante a fs. 37, poniendo en evidencia su capacidad para comprender la criminalidad de sus actos y obrar conforme a esa comprensión, a todo lo cual se suma su reconocimiento plasmado en el acuerdo al que se hiciera referencia en el consid. I.

Por los fundamentos expuestos y de acuerdo con lo normado por los arts. 431 bis, 398 y concs. del Cód. Procesal Penal, se concluye que el hecho que fuera descripto precedentemente encuadra en el tipo penal de robo agravado por el uso de armas en grado de tentativa en concurso ideal con abuso de armas (arts. 42, 54, 104, 164 y 166 inc. 2º, Cód. Penal), habiendo Apolonio Osorio Sosa participado como coautor penalmente responsable (art. 45, Cód. Penal), aceptándose, por lo tanto, la propuesta de acuerdo presentada.

Para graduar la sanción a imponer -que se estima adecuada en la propuesta de 2 años y 6 meses de cumplimiento efectivo, por el hecho aquí enrostrado y pena única de 2 años y 7 meses de prisión de efectivo cumplimiento, comprensiva de la anterior y de la de 3 meses de prisión en suspenso, cuya condicionalidad se revoca, impuesta por el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 10, el 1º de setiembre de 1997 en la causa Nº 473 y el pago de las costas (arts. 5º, 29 inc. 3º y 58, Cód. Procesal Penal)-, se tienen en cuenta la naturaleza y modalidad delictivas, el daño y la lesión causados, el informe socio ambiental, su admisión final del hecho endilgado, la impresión causada en la audiencia de conocimiento personal y demás pautas de individualización de la pena previstas en los arts 40 y 41 del Cód. Penal

En lo demás, habrá de tomarse razón de lo resuelto y oportunamente practicarse las comunicaciones correspondientes, insertarse en el libro de copias, requerirse el pago del sellado de ley, dar intervención al juez de ejecución y archivarse. Así el voto.

La doctora Goscilo dijo:

Que adhiere al voto del doctor Chamot.

El doctor Magariños dijo:

I. Que la decisión que corresponde adoptar en relación con la solicitud formulada de modo conjunto por la representante del Ministerio Público y el imputado y su defensor, en el escrito obrante a fs. 105/6, exige efectuar algunas consideraciones respecto del procedimiento incorporado en el art. 431 bis del Cód. Procesal Penal de la Nación, mediante la ley 24.825, pues es sobre la base de lo allí regulado que las partes han realizado la solicitud referida.

La importancia de los valores que se han puesto en juego a través de la consagración del mecanismo contemplado en la citada ley 24.825, torna ineludible desarrollar un minucioso examen del alcance y las implicancias del procedimiento que se ha creado para imponer una condena penal a un habitante de la Nación.

Ese nuevo procedimiento incorporado al código de forma, que ha sido denominado por el legislador "juicio abreviado", consiste básicamente en la presentación ante el tribunal de juicio de un acuerdo suscripto por el representante del Ministerio Público y el acusado acerca de la existencia del hecho, la participación en él del imputado y la calificación jurídica que corresponde otorgarle a la conducta de que se trate. A su vez, se requiere que el Ministerio Público formule, al efectuar su solicitud de aplicación del procedimiento abreviado, un expreso pedido de pena -que puede alcanzar hasta los seis años de prisión-.

Si el tribunal de juicio no rechaza el acuerdo -argumentando la necesidad de un mejor conocimiento de los hechos o su discrepancia con la calificación jurídica admitida- debe dictar sentencia condenatoria sobre la base de las pruebas recibidas en la etapa de instrucción y de la admisión de responsabilidad efectuada por el imputado. El tribunal no puede imponer una pena mayor o más grave que la pedida por el Ministerio Público.

II. Como puede advertirse, el procedimiento descripto guarda similitudes con los instrumentos de negociación propios del derecho anglosajón, más precisamente con una de las modalidades del "plea bargaining" de los Estados Unidos.

En efecto, "Existen dos tipos de 'plea bargaining'. En el primer caso, el imputado admite su responsabilidad a cambio de que el fiscal formule una recomendación al juez sobre la imposición de una pena leve o mínima por el hecho supuestamente cometido -o no imponga penas a cumplir consecutivamente en el caso de concurso real-; este tipo de acuerdos se denomina 'sentence bargain'. En el segundo caso, el fiscal acusa por un hecho distinto, más leve que aquel supuestamente cometido -o imputa menor cantidad de hechos que los supuestamente cometidos, cuando se trata de la sospecha de un concurso real-... La concesión del imputado, en cambio, es siempre la misma: la admisión de su culpabilidad" (conf. Alberto Bovino, "La persecución penal pública en el derecho anglosajón", en "Pena y Estado", AA.VV, Ed. del Puerto, p. 67, Nº 2, Buenos Aires, 1997; destacado en el original).

La segunda modalidad de negociación entre imputado y fiscal se denomina "charge bargain" y en ocasiones se combina con la primera, dando lugar a una tercera modalidad "mixta" (conf. Silvia Barona Vilar, "La conformidad en el proceso penal", p. 64, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 1994).

El procedimiento incorporado al Código Procesal Penal de la Nación por la ley 24.825 presenta las características básicas del "sentence bargain", toda vez que la renuncia a un juicio sobre la culpabilidad que efectúa el imputado tiene como correlato una negociación del monto o la gravedad de la pena a imponer, a partir de la que se pueda estimar que se determinaría en caso de recaer una condena dictada luego de la realización de un juicio oral, público, contradictorio y continuo.

Ahora bien, diversos son los análisis que se han llevado a cabo tanto respecto del "plea bargaining" como de otros sistemas basados en la negociación entre los órganos encargados de la persecución penal y el acusado (una amplia reseña de los distintos sistemas puede verse en Ariel H. Villar, "El juicio abreviado", ed. Némesis, Buenos Aires, 1997 y en Kai Ambos, "Procedimientos abreviados en el proceso alemán y en los proyectos de reforma sudamericanos", trad. a cargo de Ernst Witthaus, "Cuadernos de doctrina y jurisprudencia penal", p. 275, Nos. 4/5, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 1997), y todos esos estudios han hecho objeto de muy severas críticas a este tipo de sistemas, cuestionando distintos aspectos que se presentan en esa clase de procedimientos.

En virtud de la intensidad de los planteos formulados a aquella clase de mecanismos de negociación en el ámbito del derecho penal, es conveniente efectuar una reseña de ellos.

Así, se ha cuestionado la incompatibilidad de los acuerdos procesales con los fines del derecho penal.

En tal sentido Bernd Schünemann, luego de destacar que con los acuerdos entre fiscal e imputado "no se garantiza el consenso, sino sólo un compromiso, al cual la parte más débil debe adherirse, por necesidad, al punto de vista de la parte más fuerte", afirma que "en tales casos ya no es posible hablar de una individualización seria de la pena", pues ésta resulta "un producto de las capitulaciones procesales del acusado", ni de justicia en el caso particular, lo que "queda "per definitionen" en el camino" ("¿Crisis del procedimiento penal?", en "Jornadas sobre la Reforma del Derecho Penal en Alemania", trad. a cargo de Silvina Bacigalupo, N° 8, ps. 56/7, publicado por el Consejo General del Poder Judicial de España, 1991).

El citado autor critica la individualización de la sanción punitiva a la que se arriba merced a los acuerdos procesales, afirmando que en verdad "la culpabilidad por el hecho, decisiva para la determinación de la pena, sólo puede modificarse dentro de límites muy modestos a través de los sucesos posteriores a la realización de la acción, pues éstos sólo pueden tener una significación indiciaria" (op. cit., p. 57).

Expresa también que "Aun cuando se tomara distancia de la pena basada en la culpabilidad y se quisiera otorgar primacía en la individualización de la misma a la idea de prevención, tampoco se llegaría a buen fin por medio de los acuerdos procesales. Desde el punto de vista de la prevención especial la atenuación convenida de la pena no resultaría adecuada, pues el condenado no tomaría en serio la sentencia producto del acuerdo, pues se sentiría únicamente como la parte más débil del negocio transaccional. El arrepentimiento y la comprensión de la propia culpabilidad como motores de la auto-resocialización no pueden fundar la atenuación de la pena en cuanto provienen de un acuerdo que, si no indica lo contrario, inclusive puede contradecirlo" (ídem).

Agrega Schünemann que "tampoco la individualización de la pena basada en la prevención general podría conducir a otros resultados ni siquiera reduciéndola a su concepción más moderna, la llamada prevención general integradora, es decir, la que persigue el fin fundamental de la pena en la reparación simbólica del orden jurídico mediante la sanción a lesiones insoportables de bienes jurídicos". En efecto, "el sometimiento a una norma, y a la sentencia que en ella se fundamenta, sólo dará lugar a un efecto reafirmador de la norma, que podría justificar una atenuación de la pena, cuando dicho sometimiento tiene lugar en forma incondicionada. Por el contrario, el sometimiento que es consecuencia de una negociación sólo certifica la fuerza de la coacción estatal, pero poco dice sobre la inquebrantabilidad del Derecho, razón por la cual no puede legitimar una atenuación de la pena. Por último, la crítica más seria contra los premios penales motivados en la prevención general y, que reconocen su fundamento en acuerdos procesales, surge de la siguiente reflexión: la prevención general integradora se tiene que mover, de todos modos, en el ámbito de la prevención general intimidante, dado que de lo contrario no se estaría sancionando el hecho punible del autor, sino su comportamiento procesal. La individualización de la pena como último nivel de la imposición de la norma debe poner al autor hipotéticamente en el momento anterior a la comisión del hecho y ello demuestra con evidencia que la amenaza de una pena esencialmente atenuada para el caso de estar dispuesto a confesar para reducir la duración del proceso penal, sepulta tanto la seriedad de la norma como el respeto del pueblo frente a tales prácticas" (ídem).

También se han formulado críticas a estos mecanismos de negociación entre partes pues se señala que importan el regreso a prácticas inquisitivas que no sólo desnaturalizan y desvirtúan el modelo de juzgamiento que surgió y se impuso en los dos últimos siglos, precisamente como respuesta a tales prácticas inquisitivas, sino que, además, permiten cuestionar la legitimidad de los "acuerdos" sobre la base de los cuales se arriba al dictado de sentencias condenatorias.

En efecto, en lugar de una contienda oral y pública entre partes enfrentadas en un pie de igualdad, y ante un juzgador imparcial y equidistante frente al cual acusador y acusado producen las pruebas con las cuales intentan sostener sus respectivas hipótesis, conformando así la base exclusiva sobre la cual debe fundarse la sentencia, el procedimiento negociado supone la utilización de medios coercitivos por parte de los órganos públicos para lograr la confesión del imputado, el pronunciamiento de condenas fundadas sobre la base de la confesión obtenida y las pruebas reunidas durante la instrucción, y todo ello, en el marco de un proceso escrito y secreto.

Por tal motivo se ha destacado que este tipo de procedimientos implica "la apoteosis de la instrucción que florece disimuladamente a través de la práctica de los acuerdos, es decir, la renuncia al juicio oral y por la condena basada solamente en el reconocimiento, parcial o total, por parte del acusado, del contenido de la instrucción. Desde el punto de vista dogmático nos encontramos aquí con una inversión de todos los valores, en los que se basa toda la práctica procesal continental europea. A un resultado más sorprendente nos conduce una visión histórica-jurídica. Porque la apoteosis del procedimiento de instrucción, en la que la posición del acusado muy débil nos reconduce al procedimiento inquisitivo, contra el que se introdujo en el siglo XIX el bastión del juicio oral como centro del procedimiento penal. Y no resulta menos grave desde el punto de vista de la psicología de la percepción y de la teoría de la información, porque el juicio oral corporiza, por su estructura contradictoria, recursos para hallar la verdad, que desaparecen en un procedimiento regido por acuerdos. Como es sabido, en la instrucción se refleja una imagen selectiva del hecho, construida esencialmente por la actividad instructoria de la policía y según determinada hipótesis de sospecha. Estas no pueden conducir a la determinación de la verdad material sin una verificación crítica a la luz de los hechos que presenta el acusado, visión que suele aparecer precisamente en el juicio oral (conf. Schünemann, op. cit., p. 56).

La sustitución de un juicio contradictorio por un procedimiento que conduce al dictado de una condena sobre la base de la admisión de culpabilidad del imputado y de pruebas obtenidas en la instrucción, implica, en verdad, un cambio de elección dentro de la alternativa epistemológica que enfrenta a dos concepciones opuestas de la verdad procesal: el criterio de verdad que caracteriza al modelo acusatorio y el criterio de verdad que sustenta el modelo inquisitivo.

La epistemología de tipo falsacionista que distingue al modelo acusatorio determina que la verdad procesal sólo puede adquirirse, "como en cualquier investigación empírica, a través del procedimiento por ensayo y error. La principal garantía de su obtención se confía a la máxima exposición de las hipótesis acusatorias a la refutación de la defensa, es decir, al libre desarrollo del conflicto entre las dos partes del proceso, portadoras de puntos de vista contrastantes, precisamente porque son titulares de intereses opuestos" (conf. Luigi Ferrajoli, "Derecho y razón", trad. a cargo de Perfecto A. Ibáñez, Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón Mohino, Juan Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés, p. 610, Ed. Trotta, Madrid, 1995).

Por el contrario, "La verdad deseada y perseguida por el proceso inquisitivo, concebida como absoluta o sustancial y, en consecuencia, única, no puede ser de parte y no admite, por lo tanto, la legitimidad de puntos de vista contrastantes cuyo conflicto deba ser arbitrado por un juez imparcial... Secreto, escritura y, sobre todo, ausencia de contradicción y de defensa son los corolarios de su epistemología eminentemente sustancialista, que remite exclusivamente a la capacidad y potestad investigadora del juez-inquisidor para la obtención de la verdad. A la concepción monista de la verdad corresponde el carácter monista y monologante de la actividad procesal, cuyo único protagonista es el juez, que es al mismo tiempo acusador y exige, además, la colaboración del imputado. Se entiende que sobre esa base no tenga sentido hablar de carga de la prueba para la acusación, sino a lo sumo de necesidad de prueba: exigida, pretendida - o arrancada sin más-, al propio acusado" (ídem).

Así ocurre que, en sistemas como el de "plea bargaining", la concentración de las facultades acusatorias y decisorias, que históricamente el procedimiento inquisitivo colocó en cabeza del juez inquisidor, recaen en gran medida en "un "juzgador" de escasa visibilidad, el fiscal" (conf. John H. Langbein, "Sobre el mito de las constituciones escritas: la desaparición del juicio por jurados"; traducción a cargo de Alberto Bovino y Christian Courtis, publicado en "Nueva doctrina penal", 1996-A, p. 50, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1996). En otras palabras, "se produce un 'corrimiento' de la concentración de facultades del juez al fiscal, ya que este último reúne...la facultad acusatoria y, en cierta medida, la facultad decisoria sobre la existencia del hecho punible y la facultad decisoria sobre la clase y el monto de la pena, facultades que, cuando el caso va a juicio, se hallan repartidas, respectivamente, entre el fiscal, el jurado y el juez" (conf. A. Bovino, op. cit., p. 71; donde el autor destaca correctamente que en el "plea bargaining" la admisión de culpabilidad tiene, materialmente, el valor de un veredicto condenatorio pues del "guilty plea" se pasa directamente a la audiencia de determinación de la pena, sin que se requiera, como en otros sistemas, el dictado de una sentencia fundada en las pruebas reunidas durante la instrucción y en la confesión del imputado).

Como se ha expresado más arriba, entre las críticas formuladas a los "procedimientos abreviados" que ponen de relieve el abandono de las reglas propias del modelo acusatorio en favor de prácticas con fuertes rasgos inquisitivos, se ha señalado la metodología coactiva que se utiliza para lograr que el acusado admita su culpabilidad y dispense al Estado de la necesidad -y el costo- de probarla en juicio.

Afirma Langbein que "El sistema de justicia penal opera por intimidación. Los funcionarios que administran nuestro procedimiento sin juicio por jurados, en efecto, dicen al acusado: '¿Así que Ud. pretende ejercer su derecho constitucional a ser juzgado por jurados? Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero tenga cuidado. Si Ud. reclama el ejercicio de este derecho y es condenado, lo castigaremos dos veces: una por su delito, otra por haber manifestado la temeridad de ejercer su derecho constitucional a un juicio por jurados'. Nuestros funcionarios, por supuesto, son más circunspectos en sus afirmaciones: no necesitan presentar su amenaza en el lenguaje crudo en el que lo hemos expresado antes. Sin embargo, no hay duda de que el "plea bargaining" opera, precisamente, de ese modo. Tanto cuando el "plea bargaining" toma la forma de negociación sobre el hecho imputado...o de una negociación sobre la magnitud de la pena... el objeto de esta práctica consiste en obligar al acusado a resignar su derecho a un juicio por jurados, amenazándolo con la imposición de una pena sustancialmente más grave en el caso de que decida ejercer su derecho" (op. cit., ps. 47/8).

Debe tenerse en cuenta que el aumento del monto de pena para quienes son condenados luego de un juicio por jurados ronda en Estados Unidos el 40 ó 50 % (conf. A. Bovino, op. cit., p. 68, donde cita diversos estudios sobre el punto).

Señala Langbein que "En Estados Unidos, en el siglo veinte, hemos duplicado la experiencia central del procedimiento penal de la Europa medieval: pasamos de un sistema de acusación a un sistema de confesiones. Coercionamos al acusado contra quien tenemos causa presunta para que confiese su culpabilidad. Por supuesto, nuestros métodos son muchos más amables; no usamos ni rastrillos, ni tornillos de tortura, ni botas españolas para golpearle las piernas. Pero al igual que los europeos de siglos atrás, quienes sí empleaban esas herramientas, hacemos que para un acusado sea muy costoso reclamar su derecho al debido proceso. Lo amenazamos con requerir una sanción materialmente mayor si se vale de su derecho y luego es hallado culpable. La posible diferencia en el resultado de la sentencia es lo que hace que el sistema de "plea bargaining" sea coercitivo" ("Torture and plea bargaining", en "The University of Chicago Law Review", 1978/79, vol. 46, p. 12, pp. 3-22).

El enorme poder que se le confiere al fiscal determina que sus intentos de obtener condenas sin juicio, mediante la admisión de culpabilidad por parte del acusado, sean en la práctica altamente eficaces.

En efecto, "Como lo enseña la psicología del juego de la negociación, el más poderoso, concretamente, es quien impone sus fines, pero por su posición de poder más fuerte y no por su mejor posición jurídica. Por tanto, los acuerdos transforman al proceso penal, concebido hasta ahora como un conflicto de valores decidido por el juez como un tercero imparcial, en una regulación de conflictos regidos por criterios de poder y no por criterios jurídicos, lo que conduce en la mayoría de los procesos al triunfo de las autoridades judiciales..." (conf. B. Schünemann, op. cit., p. 55).

Lo cierto es que, en el procedimiento utilizado en los Estados Unidos, no sólo los fiscales y los jueces intentan llegar a un "guilty plea", sino que incluso los propios defensores presionan a "los imputados que no cuentan con recursos económicos...para evitar el esfuerzo que representa la preparación del caso cuando éste es sometido a la decisión del jurado" (conf. A. Bovino, op. cit., p. 68), lo cual deriva en "una evidente discriminación en perjuicio de cuántos, por su situación económica, son obligados a renunciar, no sólo como entre nosotros, a una defensa adecuada, sino incluso a un justo proceso, como si se tratara de un lujo inaccesible" (conf. L. Ferrajoli, op. cit., p. 569).

Como resultado de todo ello, el 91 % de las condenas dictadas por tribunales estatales se imponen a través del procedimiento del "plea bargaining", es decir, sin la realización de un juicio (conf. "Felony sentences in state courts: 1988", p. 1, 1990 ; cit. por J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., p. 47), cifra que en algunos estados alcanza al 99 % de las condenas (conf. Nils Christie, "La industria del control del delito", p. 142, Ed. del Puerto, Buenos Aires, 1993).

De este modo, el "plea bargaining" constituye la verdadera instancia ordinaria del sistema procesal de los Estados Unidos, en tanto que la realización de juicios por jurados ha quedado reservado a casos excepcionales.

Por ello, se afirma que en el ámbito de ese país el juicio por jurados, lejos de tener relevancia como mecanismo de resolución de casos penales, cumple, sin embargo, otras dos funciones; por un lado, "un importantísimo papel simbólico en el imaginario social: él es la etapa más visible, publicitada y expuesta del procedimiento penal", contrastando con la mucho más extendida práctica del "plea bargaining", cuya publicidad es casi nula. Por otro lado, "el juicio desempeña un papel regulador de la actividad negociadora de las partes, pues sus reglas y exigencias determinan el poder que cada parte tendrá en la negociación. Cuanto mayor sea el esfuerzo que el fiscal debe realizar para obtener una condena en juicio, menor será su fuerza negociadora para obtener un "guilty plea" del imputado (su oferta deberá ser más tentadora). Lo mismo sucede con las probabilidades de que el fiscal obtenga una condena con la prueba que podrá introducir válidamente en el juicio (a mayor probabilidad, mayor poder negociador)... Las reglas que organizan el juicio -especialmente aquellas referidas a la producción de las pruebas-, operan, antes que como instrumentos realizadores del debido proceso, como determinantes de la práctica concreta del "plea bargaining" y de la capacidad del fiscal para obtener condenas" (conf. A. Bovino, cit., ps. 70/1).

La ausencia de publicidad del procedimiento utilizado en la inmensa mayoría de las causas criminales en Estados Unidos, "impide que la ciudadanía conozca las circunstancias del delito y su castigo", frustrando de este modo un "importante interés cívico" (conf. J. H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., ps. 50/1).

Los rasgos inquisitivos que exhiben los "procedimientos abreviados" y la práctica coercitiva que los órganos públicos ejercen sobre los acusados, han llevado a Ferrajoli a advertir acerca de que la idea tan extendida de que los pactos entre fiscal e imputado "son un resultado lógico del 'método acusatorio' y del 'proceso entre partes', es totalmente ideológica y mistificadora". Agrega que "una tesis como ésta, reforzada por el recurso a la experiencia del proceso acusatorio americano y especialmente del "plea bargaining", es fruto de una confusión entre el modelo teórico acusatorio -que consiste únicamente en la separación entre juez y acusación, en la igualdad entre acusación y defensa, en la oralidad y publicidad del juicio- y las características concretas del proceso acusatorio estadounidense, algunas de las cuales, como la discrecionalidad de la acción penal y el pacto, no tiene relación alguna con el modelo teórico. La confusión, injustificable en el plano teórico, es explicable en el histórico: discrecionalidad de la acción penal y acuerdos son, de hecho, los restos modernos del carácter originariamente privado y/o popular de la acusación, cuando la oportunidad de la acción y, eventualmente, de los pactos con el imputado era una consecuencia obvia de la libre acusación. Pero una y otros carecen hoy de justificación en los sistemas en que, como ocurre en Italia e incluso en los Estados Unidos, el órgano de la acusación es público. Lo mismo puede decirse de la fórmula "proceso entre partes", cuya utilización a propósito de los acuerdos es igualmente impropia y sesgada. La negociación entre acusación y defensa es exactamente lo contrario al juicio contradictorio característico del método acusatorio y remite, más bien, a las prácticas persuasivas permitidas por el secreto en las relaciones desiguales propias de la inquisición. El contradictorio, de hecho, consiste en la confrontación pública y antagónica, en condiciones de igualdad entre las partes. Y ningún juicio contradictorio existe entre partes que, más que contender, pactan entre sí en condiciones de desigualdad" (conf., op. cit., ps. 747/8).

Asimismo, advierte este autor acerca de la "fuente inagotable de arbitrariedades" a que da lugar la facultad negociadora del fiscal: "arbitrariedades por omisión, ya que no cabe ningún control eficaz sobre los favoritismos que puedan sugerir la inercia o el carácter incompleto de la acusación; arbitrariedades por acción, al resultar inevitable, como enseña la experiencia, que el "plea bargaining" se convierta en la regla y el juicio en una excepción, prefiriendo muchos imputados inocentes declararse culpables antes que someterse a los costes y riesgos del juicio" (ib., ps. 568/9).

Concluye Ferrajoli que "Todo el sistema de garantías queda así desquiciado: el nexo causal y proporcional entre delito y pena, ya que la medida de ésta no dependerá de la gravedad del primero sino de la habilidad negociadora de la defensa, del espíritu de aventura del imputado y de la discrecionalidad de la acusación; los principios de igualdad, certeza y legalidad penal, ya que no existe ningún criterio legal que condicione la severidad o la indulgencia del Ministerio Público y que discipline la partida que ha emprendido con el acusado; la inderogabilidad del juicio, que implica infungibilidad de la jurisdicción y de sus garantías, además de la obligatoriedad de la acción penal y de la indisponibilidad de las situaciones penales, burladas de hecho por el poder del Ministerio Público de ordenar la libertad del acusado que se declara culpable; la presunción de inocencia y la carga de la prueba a la acusación, negadas sustancial, ya que no formalmente, por la primacía que se atribuye a la confesión interesada y por el papel de corrupción del sospechoso que se encarga a la acusación cuando no a la defensa; el principio de contradicción, que exige el conflicto y la neta separación de funciones entre las partes procesales. Incluso la propia naturaleza del interrogatorio queda pervertida: ya no es medio de instauración del contradictorio a través de la exposición de la defensa y la contestación de la acusación, sino relación de fuerza entre investigador e investigado, en el que el primero no tiene que asumir obligaciones probatorias sino presionar sobre el segundo y recoger sus autoacusaciones" (ib., p. 749).

III. A todas las críticas hasta aquí reseñadas, deben sumarse las observaciones que se han efectuado, desde una perspectiva constitucional, al sistema del "plea bargaining".

En este sentido, algunos autores afirman que el mecanismo del "plea bargaining" importa una violación de los derechos constitucionales de los imputados (conf. Alberto Bovino, "simplificación del procedimiento y 'juicio abreviado'", AA.VV., "Primeras Jornadas Provinciales de Derecho Procesal", Ed. Alveroni, Córdoba, 1995) o bien que "El 'plea bargaining' ha derrotado a la Constitución y al 'Bill of Rights'" (conf. John H. Langbein, "Sobre el mito...", cit., p. 52).

Ahora bien, en mi criterio, sostener que existe una contradicción normativa entre las disposiciones constitucionales de los Estados Unidos, relativas al juicio por jurados y aquellas que admiten la imposición de una condena mediante el procedimiento de "negociación", esto es, sin un juicio sobre la culpabilidad del acusado, es, al menos, discutible.

La cuestión constitucional de la renuncia, por parte de un acusado por un delito, al juicio previo como condición de la aplicación de una condena fue analizada por la Corte Suprema de los Estados Unidos en un precedente del año 1930.

En el caso "Patton vs. U.S." (281 U.S. 276), fue examinado el alcance que debía otorgarse a las disposiciones constitucionales que exigían la realización de un juicio por jurados en los supuestos de conductas criminales.

Las normas constitucionales sometidas a interpretación en el citado precedente por el máximo tribunal federal de los Estados Unidos, fueron el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de ese país, que en lo que aquí interesa dispone que: "el juicio de todos los delitos, excepto en los casos de juicio político, se hará por jurados; y tendrá lugar en el estado donde los delitos se hayan cometido;...", y la Enmienda sexta, que, sobre el punto, establece que: "En todas las persecuciones criminales, el acusado tendrá el derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial, del estado y distrito donde se haya cometido el delito...".

Ahora bien, la sola lectura del precedente arriba mencionado muestra el enorme esfuerzo interpretativo que debió realizar la Suprema Corte de los Estados Unidos para concluir que, pese a la clara letra de las disposiciones constitucionales en juego, el juicio por jurados era sólo un "valioso privilegio" y como tal, renunciable por el acusado.

Para arribar a esa conclusión ese tribunal no sólo debió negar toda relevancia a la diferencia que se registra en la letra y el énfasis de ambas disposiciones fundamentales, y afirmar que lo establecido en el art. III, sección segunda, de la Constitución originaria de aquel país debía interpretarse a la luz de lo dispuesto en la Enmienda Sexta, sino que además asimiló el concepto del término "derecho" utilizado en dicha enmienda al del término "privilegio", usado por Story en un tramo del texto de ese autor que el precedente transcribe.

En el fallo en estudio la cuestión central fue presentada en estos términos: "Llegamos así a la pregunta crucial: el efecto de las previsiones constitucionales referidas al juicio por jurados ¿establecen un tribunal en la estructura del Gobierno o se trata sólo de garantizar al acusado el derecho a un juicio de esas características?"

Para responder al interrogante planteado, en el precedente se lleva a cabo un repaso relativamente minucioso de opiniones jurisprudenciales y doctrinarias. Al desarrollar ese análisis el tribunal transcribió el siguiente párrafo de J. Story: "Cuando nuestros más inmediatos ancestros se trasladaron a América trajeron con ellos este gran privilegio como su patrimonio y legado, como una parte admirable del "common law" que se había desarrollado como una amplia barrera de contención contra los intentos del poder arbitrario. Actualmente se encuentra incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental y la Constitución de los Estados Unidos hubiera sido con razón el centro de las objeciones más fundadas si no lo hubiera confirmado en sus términos más solemnes".

Luego de esta transcripción la Suprema Corte de los Estados Unidos afirmó "...es razonable concluir que los forjadores de la Constitución simplemente intentaron preservar el derecho a un juicio por jurados básicamente para la protección del acusado...", y agregó que "...La inferencia razonable es que la preocupación de los forjadores de la Constitución fue hacer claro que el derecho a juicio por jurados debía mantenerse inviolable... Que éste fue el propósito del art. 3º es altamente probable en consideración a la forma de la expresión utilizada en la 6ª Enmienda.

"En todas las persecuciones criminales, el acusado gozará del derecho a un juicio rápido y público, por un jurado imparcial...".

El tribunal dedujo así que: "Esta disposición que se ocupa claramente del juicio por jurados en términos de privilegio, a pesar de ser posterior a la norma relativa al jurado contenida en la Constitución original, no debe ser vista como modificatoria del precepto original, y no hay razones para pensar que estaba dentro de sus propósitos. Las primeras diez enmiendas y la Constitución original fueron sustancialmente contemporáneas y deben ser interpretadas en igual sentido. Así interpretadas, la última disposición rectamente debe ser vista como reflejando el sentido de la primera. En otras palabras, los dos preceptos quieren decir sustancialmente lo mismo...".

Por último, se sostuvo en el precedente analizado que "Sobre esta visión de las disposiciones constitucionales concluimos que el art. 3º, parág. 2º, no es jurisdiccional pero fue pensado para conferir un derecho al acusado que él puede dejar de lado a su elección...".

Un meditado examen de las expresiones contenidas en el precedente reseñado conduce, en primer lugar, a señalar que, como se adelantó más arriba, se diluye en él toda diferencia conceptual entre "privilegio" y derecho fundamental, y en este sentido es preciso advertir que el propio Story, al comentar lo establecido respecto del juicio por jurados en el artículo III, sección segunda, de la Constitución de los Estados Unidos, utiliza el término "privilegio" para referirlo a la consagración en la Carta Magna inglesa del juicio por jurados. Así dice el mencionado autor: "Este privilegio, es uno de los artículos fundamentales de la Magna Carta, en la que se encuentra consagrado en estos términos solemnes: 'nullus homo capiatur,...'" (conf. "Comentario sobre la Constitución Federal de los Estados Unidos", traducido, anotado y concordado con la Constitución argentina por Nicolás Antonio Calvo, IVª ed., t. II, p. 487, Ed. Imprenta "La Universidad", Buenos Aires, 1888). Sin embargo, algunas líneas más abajo de esa afirmación -tal como se transcribe en "Patton vs. U.S."- Story agrega "Actualmente está incorporado en todas nuestras constituciones estatales como un derecho fundamental".

Parece claro entonces que la equiparación conceptual llevada a cabo por la Suprema Corte de los Estado Unidos en "Patton vs. U.S.", no se desprende, al menos de modo necesario, de las palabras utilizadas por Story en sus comentarios.

Por otra parte, a pesar de la denodada tarea interpretativa realizada por la Suprema Corte de los Estados Unidos para armonizar la letra de las dos disposiciones constitucionales en juego, es evidente que sólo en virtud de los términos contenidos en la Sexta Enmienda resulta admisible que se haya considerado al "juicio por jurados, como un privilegio de las personas acusadas, privilegio que dichas personas pueden por lo tanto rehusar si así lo prefieren" (conf. Edward S. Corwin, "La Constitución de los Estados Unidos y su significado actual", trad. de Aníbal Leal; p. 315 y nota Nº 141, 1ª ed. en español. Ed. Fraterna, 1987, donde se cita "Patton" y otros precedentes posteriores).

En ese sentido, una importante opinión doctrinaria ha señalado con total claridad el diferente significado que poseen los términos utilizados en cada una de las dos disposiciones constitucionales tantas veces citadas.

Así advierte C. Herman Pritchett, "Se observará que en el art. III, sección 2, el texto es imperativo ('El juzgamiento de todos los delitos...será por jurados'), mientras que la enmienda se limita a decir que el acusado "tendrá el derecho" a un juicio por jurados. En consecuencia el juicio por jurados no constituye una exigencia institucional, sino tan sólo un "valioso privilegio" que una persona acusada por un delito puede renunciar a su elección." (conf. "La Constitución americana", p. 694, Ed. Tea, Buenos Aires, 1965, donde el autor cita "Patton").

En síntesis, cabe concluir que es sustancialmente con base en la letra de la Sexta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos que la Corte Suprema de ese país ha podido interpretar, más allá de lo acertado o no de tal interpretación, que el juicio previo a una sentencia de condena es sólo un derecho o "valioso privilegio" renunciable por un acusado, y no, como se desprende de la sola lectura del art. III, sección segunda, de esa Constitución, una exigencia de carácter institucional.

IV. No existe, sin embargo, margen normativo alguno que permita alcanzar una conclusión similar a la arriba reseñada, si se analiza la compatibilidad entre lo dispuesto por las normas de la Constitución argentina, que establecen la exigencia de realización de un "juicio previo" a la imposición de una condena penal, y lo dispuesto por la ley 24.825.

Por el contrario, varias son las razones que conducen a sostener que lo regulado en la ley citada quebranta de modo palmario lo establecido en los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional.

En efecto, la exigencia de un "juicio previo", oral, público, contradictorio y continuo, como requisito para la imposición de una pena a un habitante de la Nación, no sólo es una garantía fundamental, contenida en el art. 18 de la Constitución Nacional, sino que, además, es un imperativo de orden institucional en razón de lo establecido en el art. 118 de la Ley Fundamental.

En primer término, no hay duda de que, así como la Constitución Nacional ha dejado librada al legislador ordinario la decisión acerca de la organización de una etapa procesal penal preparatoria ("instrucción"), ha establecido, por el contrario, con carácter imperativo en su art. 18, un mecanismo ineludible para que a un habitante de la Nación pueda serle aplicada una pena: la declaración de culpabilidad mediante una sentencia obtenida luego de la realización del único tipo de "juicio" que la propia Constitución Nacional ordena, esto es, un juicio oral, público, contradictorio y continuo.

La anterior, es una conclusión necesaria toda vez que nuestra Ley Fundamental consagra, por un lado, la forma republicana de gobierno (arts. 1º y 33) y, por otro, y en especial, el "juicio por jurados" en virtud de lo establecido en sus arts. 24, 75 inc. 12 y 118.

En efecto, la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena, la realización del derecho penal material a la realización de un "juicio previo". A su vez, las cláusulas constitucionales que aluden al juicio -al menos en materia penal- lo hacen refiriéndose al "juicio por jurados". Ello ha llevado a Julio Maier a concluir lo siguiente: "Frente al mandato de establecer el juicio por jurados no puede caber la menor duda acerca de que nuestra Constitución tornó imperativo para nuestro país un procedimiento penal cuyo eje principal era la culminación en un juicio oral, público, contradictorio y continuo, como base de la sentencia penal. En efecto, no otra cosa que un mandato significa ordenar al Congreso de la Nación que promueva "la reforma de la actual legislación en todos sus ramos, y el establecimiento del juicio por jurados" (arts. 24 y 75, inc. 12, Constitución Nacional) y prever, por fin, que "todos los juicios criminales ordinarios que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados, luego que se establezca en el país esta institución..." (art. 118, Constitución Nacional); y el establecimiento del juicio por jurados genera espontáneamente el debate oral, público, contradictorio y continuo, pues no se conoce, histórica y culturalmente, un juicio por jurados sin audiencia oral y continua, sin la presencia ininterrumpida del acusador, del acusado y del tribunal" ("Derecho Procesal Penal, t. I, Fundamentos", p. 655, Ed. del Puerto, Buenos Aires).

Se puede arribar a idénticas conclusiones, respecto de las características del juicio exigido por la Constitución Nacional, incluso desde otros puntos de partida. Así, por ejemplo, si se toma como base la forma republicana de gobierno (cfr. Maier, op. cit., pags. 647 y sigtes.; Jürgen Baumann, "Derecho Procesal Penal", ps. 107 y sigtes., trad. de la 3a. edición alemana de Conrado Finzi, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1986); o si se lleva a cabo una interpretación histórica del texto constitucional argentino (cfr. Alberto M. Binder, "Introducción al Derecho Procesal Penal", ps. 111 y sigtes., Ed. Ad Hoc, Buenos Aires, 1993). A su vez, no es otra la conclusión a la que se llega si el objeto de la interpretación consiste en asegurar la efectividad del derecho de defensa (cfr. Alfredo Vélez Mariconde, "Derecho Procesal Penal", t. I, ps. 418 y sigtes. y t. II, ps. 203 y sigtes., 3a. ed., Ed. Lerner, Córdoba, 1981, en especial, 213-214; Karl Heinz Gössel, "La defensa en el estado de derecho y las limitaciones relativas al defensor en el procedimiento contra terroristas", en Doctrina Penal, año 3, ps. 219 y sigtes., Ed. Depalma, Buenos Aires, 1980).

En consecuencia, más allá de la diversidad de criterios respecto de la regla constitucional precisa de la que surge la única forma legítima del juicio penal -esto es, del "juicio previo" en los términos del art. 18 de la Constitución Nacional-, lo cierto es que éste debe observar ciertos requisitos (oralidad, publicidad, continuidad y contradicción) sin los cuales no es posible dictar una sentencia condenatoria válida.

En otras palabras, dado que la Constitución Nacional condiciona la aplicación de una pena a la sustanciación de un "juicio previo", y que dicho juicio debe observar, según la misma Ley Suprema, ciertos requisitos, incumplidos estos requisitos -o alguno de ellos- no hay posibilidades de aplicación válida de una sanción penal. Tales requisitos constituyen, en suma, garantías constitucionales de los ciudadanos frente a toda pretensión punitiva del Estado.

Las mencionadas condiciones que debe cumplir el juicio penal, según el programa procesal penal constitucional -o, con las palabras utilizadas por Jorge Clariá Olmedo, las "bases constitucionales" del proceso penal (cfr. "Tratado de Derecho Procesal Penal", t. I, ps. 211 y sigtes., Ed. Ediar, Buenos Aires, 1960)-, tienen, a su vez, una indudable repercusión en el contenido que cabe asignarle al derecho constitucional de defensa, al menos, en la etapa de juicio.

Por otra parte, es prácticamente unánime el reconocimiento de que las características que distinguen al modelo procesal consagrado por la Constitución Nacional persiguen el cumplimiento de fines políticos insoslayables en un Estado de Derecho.

Es por ello que se ha destacado "...el doble efecto de estas cláusulas que rigen la forma de proceder de la administración de justicia: garantía del justiciable y procedimiento legítimo de los órganos públicos que aplican su poder de coacción en un Estado de Derecho, según mecanismos de control ciudadano" (conf. Julio B. J. Maier, op. cit., p. 658).

En este sentido, con relación a uno de los caracteres insoslayables del juicio, la publicidad del debate, se ha dicho que "...es otra característica que asegura el régimen más apto para descubrir la verdad, aunque siendo ella de la propia esencia del sistema republicano, resulta igualmente impuesta, como principio general, por una norma de la Constitución: si aquél exige, en verdad, que todos los funcionarios públicos (los representantes) sean responsables de sus actos ante el pueblo soberano (el representado), la responsabilidad de los jueces sólo puede hacerse efectiva cuando sus actos son públicos, es decir, cuando los ciudadanos pueden asistir al debate y a la lectura de la sentencia" (Vélez Mariconde, op. cit., t. II, p. 165).

Agrega el mencionado autor, citando a Lucchini, que "La singular importancia de esta regla procesal resulta evidente porque 'la verdad y la justicia no pueden separarse y tener secretos; la justicia requiere la luz, para que en la conciencia del juez se refleje la conciencia de la sociedad y viceversa; de lo contrario, cuando el procedimiento se desenvuelve en el misterio, en él penetra y domina la sospecha y el arbitrio" (ídem).

Ya Cesare Beccaria en su "De los delitos y de las penas" decía: "Sean públicos los juicios y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso es el solo cimiento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones, para que el pueblo diga: nosotros no somos esclavos, sino defendidos" (p. 50, Ed. Altaya, Barcelona, 1994).

También la función de garantía que la publicidad cumple para el imputado aparecía en el pensamiento de los autores iluministas: "'Entre nosotros todo se hace en secreto. Un solo juez, con su secretario, oye a los testigos uno después del otro..., y, encerrado con ellos, puede hacerles decir todo lo que quiere', lamentaba Voltaire contraponiendo este proceso al 'noble y leal' de los romanos, donde 'los testigos eran oídos públicamente en presencia del acusado, que podía responderles, interrogarles por sí mismo, o ponerlos en confrontación con un abogado'; y preguntaba: '¿De verdad el secreto conviene a la justicia? ¿No debiera ser sólo propio del delito esconderse?'" (conf. Luigi Ferrajoli, op. cit., ps. 616/7).

Por su parte, Bentham en el "Tratado de las pruebas judiciales" afirmaba que la publicidad asegura la "veracidad" de los testimonios: "...la mentira puede ser audaz en un interrogatorio secreto, mas es difícil que lo sea en público e inclusive es extremadamente improbable por parte de cualquier hombre que no sea un depravado completo. Todas las miradas dirigidas sobre un testigo lo desconciertan si tiene un plan de impostura: percibe que la mentira puede encontrar un contradictor en cada uno de los que lo escuchan. Tanto una fisonomía que le es conocida como otras mil que no conoce, lo inquietan por igual y se imagina, a pesar suyo, que la verdad que trata de ocultar surgirá del seno de esa audiencia y lo expondrá a los peligros del falso testimonio. Se da cuenta de que hay, al menos, una pena a la que no podrá escapar: la vergüenza en presencia de una multitud de espectadores" (citado por Ferrajoli, L., op. cit., p. 617 y nota 335).

En idéntico sentido, Vélez Mariconde afirma que "...se observa fácilmente la influencia de la publicidad sobre testigos y peritos, pues si el secreto y la falta de toda solemnidad en sus declaraciones, propios del procedimiento escrito, es un marco apropiado para la mentira, aquélla constituye, en cambio, una forma que los induce a la veracidad, ya sea por encontrar el testimonio de su falsía en el mismo público que asiste a la audiencia, ya sea porque sienten verdaderamente el peso de su responsabilidad" (op. cit., t. II, p. 196).

Tales razones hacen comprensible que el art. 8º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (incorporada a la Constitución Nacional, conforme lo dispuesto en su art. 75 inc. 22), luego de enunciar una serie de derechos, determine en su inc. 5°, con contundente carácter imperativo que "El proceso penal debe ser público".

Por lo expuesto, es indudable que, como regla, no resulta posible admitir que una prueba producida fuera de una audiencia pública pueda servir de base para la sentencia, pues aceptar tal extremo importa lesionar el requisito de publicidad , al menos, en cuanto a su función de posibilitar el ejercicio del control ciudadano de los actos de gobierno.

A su vez, respecto de la exigencia de la oralidad del juicio, se ha dicho que "...está estrechamente vinculada a la publicidad, de la que representa la principal garantía" (conf. Ferrajoli, op. cit., p. 619).

Asimismo, la oralidad hace posible la vigencia de una de las condiciones epistemológicas de la construcción de la verdad procesal. En palabras de Vélez Mariconde: "Para que el principio de inmediación se pueda hacer efectivo con respecto al juez que debe dictar la sentencia, es preciso ante todo que el juicio definitivo se realice oralmente. Este procedimiento o método de investigación es la primera consecuencia de aquel principio racional, porque 'la palabra hablada es la manifestación natural y originaria del pensamiento humano', así como la forma escrita constituye una 'especie de expresión inoriginal' o mediata del mismo. Cuando se admite la segunda, realmente, el acta se interpone, por así decirlo, entre el medio de prueba y el juez de sentencia que debe evaluarlo".

Agrega luego: "Porque asegura el contacto directo entre los elementos de prueba y el juez de sentencia, la oralidad es la forma natural de esclarecer la verdad, de reproducir lógicamente el hecho delictuoso, de apreciar la condición de las personas que suministran tales elementos, de proscribir cortapisas y limitaciones subjetivas que derivan del procedimiento escrito, de hacer imposible o muy difícil toda argucia dirigida a entorpecer el descubrimiento de la verdad" (conf. op. cit., t. II, p. 188).

Respecto de la función de garantía que presentan los caracteres distintivos del modelo procesal constitucional, sin duda, la regla que más relevancia posee en relación con la cuestión planteada es la que exige el contradictorio como modo de arribar a la verdad procesal, y ello fundamentalmente en tanto es la que permite, en mayor medida, determinar el contenido mínimo que en la etapa de juicio debe asignarse al derecho constitucional de defensa (art. 18, Constitución Nacional).

En efecto, en virtud del principio de contradicción el proceso penal debe ser entendido como un "proceso de partes". Ello, a pesar de que una de las partes sea el estado -como consecuencia del principio de oficialidad de la persecución penal-. Una vez más, con palabras del Prof. Julio Maier: "El juicio o procedimiento principal es, idealmente, el momento o período procesal en el cual el acusador y el acusado se enfrentan, a la manera del proceso de partes, en presencia de un equilibrio procesal manifiesto. Tanto es así que las facultades que son otorgadas a uno y otro son paralelas o, si se quiere, las otorgadas a uno resultan ser reflejo de las concedidas al otro: la acusación provoca la contestación del acusado; ambos pueden probar los extremos que invocan y controlar la prueba del contrario; ambos valoran las pruebas recibidas para indicar al tribunal el sentido en el que debe ejercer su poder de decisión. En su conformación ideal este procedimiento construye la verdad procesal por enfrentamiento de los diversos intereses y puntos de vista acerca del suceso histórico que constituye su objeto, mediante un debate en el cual se produce ese enfrentamiento, cuya síntesis está representada por la decisión (sentencia) de un tribunal tan imparcial como sea posible" (conf. op. cit., p. 579. En idéntico sentido, v. Vélez Mariconde, op. cit., ps. 213 y sigtes.).

Estas facultades que necesariamente deben estar garantizadas por las leyes procesales reglamentarias de la Constitución Nacional, forman parte de lo que puede denominarse el "contenido mínimo" -por mandato constitucional, ineludible- con que debe concebirse a la garantía constitucional de defensa en juicio.

La relación apuntada entre contradictorio y derecho de defensa aparece explícita en el enfoque epistemológico de las garantías penales -procesales y materiales- propuesto por Luigi Ferrajoli. Afirma el autor italiano en este sentido que el derecho de defensa -expresado por él en el axioma nulla probatio sine defensione- "...es la transposición jurídica de la que...he identificado como la principal condición epistemológica de la prueba: la refutabilidad de la hipótesis acusatoria experimentada por el poder de refutarla de la contraparte interesada, de modo que no es atendible ninguna prueba sin que se hayan activado infructuosamente todas las posibles refutaciones y contrapruebas. La defensa, que tendencialmente no tiene espacio en el proceso inquisitivo, es el más importante instrumento de impulso y de control del método de prueba acusatorio, consistente precisamente en el contradictorio entre hipótesis de acusación y de defensa y las pruebas y contrapruebas correspondientes. La epistemología falsacionista que está en la base de este método no permite juicios potestativos sino que requiere, como tutela de la presunción de inocencia, un procedimiento de investigación basado en el conflicto, aunque sea regulado y ritualizado, entre partes contrapuestas" (conf. op. cit., p. 613).

Como ya ha sido dicho, ello es así, por imperativo de orden constitucional, en la etapa de juicio, pues durante la etapa de la instrucción, dado que no existe en la Constitución Nacional un mandato al legislador acerca de cuál es el modelo procesal que corresponde adoptar, puede verificarse un marco procesal que consagre facultades defensivas más restringidas que las que -por mandato constitucional- deben asignarse en la etapa de juicio.

Dice Julio J. B. Maier: "Dado que la instrucción (procedimiento preparatorio y preliminar) es el período procesal cuya tarea principal consiste en averiguar los rastros -elementos de prueba- que existen acerca de un hecho punible que se afirmó como sucedido, con el fin de lograr la decisión acerca si se promueve juicio penal -acusación- o si se clausura la persecución penal -sobreseimiento-, resulta que, en él, los órganos de persecución penal del Estado prevalecen sobre el imputado, sin perjuicio del resguardo de las garantías individuales que amparan a este último, las cuales suponen un mínimo de derechos correspondientes a él -y a su defensor-, sin los cuales no se podría afirmar con seriedad el funcionamiento de un Estado de Derecho" (op. cit., p. 578).

Esta diferente naturaleza de las etapas procesales mencionadas explica por qué resulta admisible que el contenido del derecho de defensa no permanezca idéntico a medida que avanza el proceso penal.

Ahora bien, tal como se ha señalado más arriba, uno de los requisitos que el principio de contradicción impone es el de que las partes cuenten con la facultad de controlar la producción de las pruebas que presente la contraparte para sostener la hipótesis que postula.

Nuevamente, dicha facultad, para el imputado, integra el "contenido mínimo" de la garantía de defensa en juicio, de rango constitucional (art. 18).

Precisamente, la potestad de controlar la prueba que valorará el tribunal en la sentencia constituye "la principal razón de ser del debate oral y público, regulado por las leyes procesales penales modernas que reformaron el sistema inquisitivo, instituyéndolo como culminación del procedimiento y para que proporcione la base de la sentencia. Este debate se cumple con la presencia ininterrumpida de todos los sujetos procesales (inmediación), inclusive el imputado y su defensor, y en él son incorporados los únicos elementos de prueba idóneos para fundar la sentencia, forma de proceder que asegura el control probatorio por parte de todas las personas interesadas en la decisión; a él concurren el acusador y el acusado -también su defensor- con las mismas facultades, factor principal de la equiparación de posibilidades respecto del fallo" (conf. Maier, Julio B. J., op. cit., p. 585).

"De ello resulta, también -agrega el autor citado-, que la investigación anterior (instrucción o procedimiento preliminar) y los medios de prueba que allí se realizan tienen sólo valor preparatorio, esto es, sirven para decidir acerca de si se enjuicia al imputado (acusación), mas no para fundar la sentencia " (conf. op. cit., ps. 585/6).

En conclusión, a la luz de todo lo expresado hasta aquí queda claro que, de las diversas cláusulas de la Constitución Nacional que se refieren al 'juicio' como requisito ineludible para la imposición de una pena, surge inequívocamente que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo-, comporta tanto una garantía de los ciudadanos frente al poder estatal como una exigencia de carácter institucional.

A su vez, dichas normas constitucionales, a diferencia de la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, no dejan ningún resquicio para postular una interpretación similar a la sostenida por la Suprema Corte del mencionado país.

La conclusión de que el 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- es en nuestra Constitución además de una garantía para los habitantes del país, una exigencia de orden institucional, se reafirma a la luz de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Argentina, que establece que "Todos los juicios criminales ordinarios, que no se deriven del derecho de acusación concedido a la Cámara de Diputados, se terminarán por jurados... La actuación de estos juicios se hará en la provincia donde se hubiere cometido el delito...".

Como puede advertirse, la última norma constitucional citada posee un mandato idéntico al contenido en el art. III, sección 2ª, de la Constitución de los Estados Unidos y ha sido redactada casi en los mismos términos que los de esta norma.

A mi modo de ver, esas circunstancias unidas a la ausencia en nuestra Constitución Nacional de una norma como la contenida en la Enmienda VI de la Constitución de los Estados Unidos, y a la ubicación sistemática que en nuestra Constitución posee el art. 118, que otorga a su contenido un claro carácter jurisdiccional, hacen ineludible concluir que esta norma, más que ninguna otra, ha impuesto una exigencia de orden institucional -y como tal irrenunciable por voluntad individual-: la de un 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- a la aplicación de una pena.

Ha expresado en tal sentido Joaquín V. González, al comentar el art. 102 de la Constitución Nacional (actual art. 118), que la forma de juicio que la Constitución Nacional consagra para las causas criminales, constituye una institución cuya "creación se hace en forma orgánica en el capítulo que contiene todos los poderes judiciales..." (conf. "Manual de la Constitución Argentina, 1853/1860", p. 623, N° 634 y sigtes., Ed. Angel Estrada, Buenos Aires, 28ª ed., 1983). Afirma también el autor citado que la Constitución de 1853/60 "dio formas más definidas e imperativas" a los textos normativos que se refieren al tipo de juicio que ella establece, que las Constituciones de 1819 -art. 114- y 1826 -art. 164-, que al respecto sólo expresaban "es 'del interés y del derecho' de todos los miembros de la comunidad política" (conf. op. cit., p. 626, N° 637).

En síntesis, el carácter imperativo, institucional e irrenunciable de lo dispuesto en el art. 118 de la Constitución Nacional, surge con toda nitidez, con sólo verificar la decisión de los constituyentes de incluir esa cláusula en la parte orgánica, Sección Tercera, Capítulo Segundo, de la Constitución Nacional, es decir, allí donde se instituye al Poder Judicial como uno de los tres poderes del Estado federal y se regulan sus atribuciones.

De todo lo expuesto se deduce que el sentido y alcance de las disposiciones constitucionales que se han analizado, en especial de los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional, evidencian la absoluta contradicción que existe entre esas normas y lo dispuesto por el legislador en la ley 24.825, que suprime, de modo liso y llano, la realización del 'juicio previo' -oral, público, contradictorio y continuo- que aquellas normas fundamentales imponen como condición necesaria para la aplicación de una pena a un habitante de la Nación y, por lo tanto, resulta ineludible concluir que esa ley carece de validez normativa.

V. Ante esa conclusión es preciso examinar ahora la cuestión atinente a la facultad jurisdiccional de declarar la inconstitucionalidad de una ley cuando, como en el caso, esa declaración no ha sido solicitada.

Al respecto, debo señalar que si bien en alguna decisión anterior apliqué la doctrina sentada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación a partir del caso "Ganadera Los Lagos S.A. c. Gobierno Nacional" (conf. Fallos: 190:141 -La Ley, 29-206-), conforme a la cual los jueces sólo están habilitados para examinar la legitimidad constitucional de las normas emanadas de los restantes poderes sólo cuando media pedido de parte (v., entre otros, los precedentes registrados en Fallos: 199:466, 204:671, 234:335, 250:716 -La Ley, 35-788; 42-887; 82-685; 107-409-, 254:201, 261:278, 269:225, 289:177 -La Ley, 119-401; 133-937; 156-499-, 303:715, 305:2146), un análisis detenido de la cuestión y, fundamentalmente, los argumentos expresados por la gran mayoría de las más destacadas opiniones doctrinarias que se han pronunciado sobre el punto, me conducen a considerar que es una atribución propia de la función de los jueces la de controlar la conformidad de las normas que han de ser aplicadas con las disposiciones contenidas en la Constitución Nacional.

En este sentido, se ha expresado que "...el control de constitucionalidad hace parte de la función de aplicación del derecho, y que, por eso, debe efectuarse por el juez aunque no se lo pida la parte, porque configura un aspecto del 'iura novit curia'. El juez tiene que aplicar bien el derecho, y para eso, en la subsunción del caso concreto dentro de la norma, debe seleccionar la que tiene prioridad constitucional. Aplicar una norma inconstitucional es aplicar mal el derecho, y esa mala aplicación -derivada de no preferir la norma que por su rango prevalente ha de regir el caso- no se purga por el hecho de que nadie haya cuestionado la inconstitucionalidad. Es obligación del juez suplir el derecho invocado, y en esa suplencia puede y debe fiscalizar de oficio la constitucionalidad dentro de lo más estricto de su función. El control aludido importa una cuestión de derecho, y en ella el juez no está vinculado por el derecho que las partes invocan" (conf. Germán J. Bidart Campos, "Manual de Derecho Constitucional Argentino", ps. 778/9, 2da. ed. actualizada, Ed. Ediar, Buenos Aires).

Tanto la doctrina como el sector de la jurisprudencia que se enrola en tal postura se han encargado de formular una distinción entre declaración abstracta y declaración de oficio de inconstitucionalidad de una norma, aclarando que sólo se encuentra vedada la primera, esto es, la que se realiza "fuera de una causa concreta en la cual deba o pueda efectuarse la aplicación de las normas supuestamente en pugna con la Constitución" (la cita corresponde al voto en disidencia de los doctores Fayt y Belluscio en el precedente registrado en Fallos: 306:303 -La Ley, 1984-B, 426-).

Asimismo, los autores nacionales que se pronuncian a favor de la declaración de inconstitucionalidad de oficio han señalado la inconsistencia de los supuestos obstáculos indicados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación para el reconocimiento de dicha facultad a los jueces.

En primer lugar, se ha destacado que la declaración de oficio no altera el equilibrio entre los tres poderes establecidos por la Constitución Nacional (como sostiene la Corte en el ya citado caso "Los Lagos"), toda vez que no implica arrogarse atribuciones legislativas sino, por el contrario, ejercer la facultad de control propia de la división de poderes, que supone la idea de que el control no puede estar a cargo del poder controlado.

Asimismo, se ha expresado que el temor a una ruptura del equilibrio constitucional entre los tres poderes "por la absorción del Poder Judicial en desmedro de los otros dos", que inspira a la tesis negatoria del control de oficio, no halla, por un lado, sustento histórico, y por otro, no toma en cuenta que si el "Poder Judicial torpedease sistemática, arbitraria, caprichosa e irrazonablemente las leyes que dictase el Congreso, produciendo así la inmovilización gubernativa, el Parlamento tiene mecanismos constitucionales para controlar, a su vez, las posibles exageraciones institucionales del Poder Judicial (incluyendo el muy extremo caso del juicio político)" (conf. Néstor Pedro Sagüés, "Recurso Extraordinario", t. 1, ps. 141/2, 3ra. ed. actualizada, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1992).

Por otra parte, resulta sumamente difícil advertir de qué modo el pretendido agravio al equilibrio entre los poderes podría eliminarse mediante la exigencia de que alguna de las partes que intervienen en un caso haya solicitado la declaración de inconstitucionalidad de la norma de que se trate.

En segundo lugar, respecto del desconocimiento de la presunción de validez de las leyes que, a juicio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, importaría la declaración de inconstitucionalidad de oficio, se ha observado que dicha presunción es siempre provisional y, precisamente, sólo puede mantenerse hasta que un órgano facultado para controlar su legitimidad afirme su invalidez.

Agrega Sagüés que "no se advierte cómo se acepta (sin discusión) que no se atenta contra la presunción de legitimidad cuando es una parte quien ataca la constitucionalidad de una ley, y que sí se atenta contra tal presunción cuando es un tribunal el que decide motu proprio reputar -luego del razonamiento del caso, por supuesto- que la misma ley es inconstitucional (conf. op. cit., ps. 142/3).

Además, sobre este aspecto creo conveniente recordar aquí de modo breve, el origen, desarrollo, ámbito de aplicación y limitaciones que en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos registró la doctrina de la presunción de legitimidad de las leyes.

En primer término, la doctrina de "la presunción de constitucionalidad de las leyes y su test de razonabilidad", que se vincula con la función que le corresponde cumplir al poder judicial en el control de constitucionalidad de la ley, surgió como la respuesta que, en la Corte Suprema de los Estados Unidos se le dio a una corriente jurisprudencial conservadora, que tuvo manifestación visible a partir del año 1880, que había entendido que los jueces tenían el derecho de imponer su propio criterio frente al de los legisladores, al decidir sobre la constitucionalidad de las leyes que tocaban al derecho de propiedad.

Contra esa tendencia se produjo la reacción de una corriente liberal, en cuyas filas se destacó el juez Holmes, que creyó necesario imponer limitaciones al poder revisor de la Corte. Esta posición estuvo influida por consideraciones políticas, relacionadas con la esencia democrática del gobierno norteamericano. La pregunta era: ¿acaso no implica una alteración del sistema democrático de gobierno el hecho de que un órgano judicial, desvinculado por su origen de los procesos democráticos que imprimen su sello a la acción de los poderes políticos del Estado, pretenda imponer su criterio sobre el de las legislaturas elegidas directamente por el pueblo, en la solución de problemas relativos al bienestar de la colectividad? La respuesta afirmativa a esta pregunta hacía aconsejable una actitud de abstención judicial y la aceptación del criterio legislativo por parte de los Tribunales, excepto cuando se demostrara que el remedio legal era tan arbitrario que no llegaba a satisfacer el juicio de un hombre razonable. Así nació la doctrina de la presunción de constitucionalidad de las leyes y el test de razonabilidad, mediante los cuales la Corte daría "vía libre" al Congreso y a las legislaturas favoreciendo a sus leyes con una presunción, casi irrefutable, de constitucionalidad (conf. Pritchett, C. Herman, op. cit., ps. 515/529; Corwin, Edward S., op. cit., ps. 394 y sigtes.; Bidegain, Carlos M., "La libertad constitucional de expresión -'Freedom of speech and press'- de los norteamericanos", LA LEY, 82917/952).

La circunstancia de que, con posterioridad, este criterio no se limitara en su aplicación al campo de lo económico-social, para el cual había sido elaborado, sino que se lo extendiera hacia el ámbito de las garantías individuales, trajo aparejada la convalidación judicial de leyes que imponían serias restricciones a aquellas garantías.

Sin embargo, en la evolución de la jurisprudencia de la propia Corte de los Estados Unidos la presunción de constitucionalidad de las leyes fue limitada en su aplicación, a través de la doctrina denominada: de la "posición preferida" de las libertades civiles y políticas o de los derechos-garantías fundamentales, según la cual la presunción de constitucionalidad de las leyes y su test de razonabilidad eran aplicables para la legislación que tocara a la esfera económico-social, pues el remedio de los errores cometidos en ese ámbito, no corresponde buscarlo en los Tribunales, sino que se halla en manos del pueblo, que dispone, a ese efecto, de los procesos de acción política, mediante los cuales la mayoría que sancionó esas leyes puede ser desalojada del gobierno por otra mayoría que las derogue. Pero, en cambio, para el ámbito de las garantías individuales y los derechos civiles y políticos fundamentales, la presunción de validez de las leyes y su test de razonabilidad ya no cumple ningún rol en el control de constitucionalidad. Porque si los procesos políticos no son libres, aspecto éste que sólo se garantiza mediante la efectiva vigencia de los derechos y garantías civiles, entonces aquel juego democrático fundamental no se produce y no habría instancia alguna a la cual se pudiera recurrir (conf. Pritchett, C. Herman, op. y ps. cit.; Corwin, Edward S., op. y ps. cit. Para un desarrollo de la idea de que los derechos civiles y políticos fundamentales, en virtud de su posición preeminente, no se encuentran alcanzados por el criterio de las mayorías, puede verse lo expuesto por Ronald Dworkin, "Los derechos en serio", Ed. Ariel, Barcelona, 1984).

Por último, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha afirmado que la declaración de inconstitucionalidad sin petición de parte provoca un agravio al derecho de defensa. Afirma el más Alto Tribunal que el principio "iura novit curia" no autoriza la declaración de oficio "porque aquí no se trata de simples razones diversas, sino de la nulidad constitucional de un decreto, dictada sin audiencia de la parte que la invocó sin contradicción en primera instancia" (conf. Fallos: 204:676).

Con relación a ello, se ha afirmado, a mi juicio correctamente, que "...el control de constitucionalidad no es un planteo fáctico que necesariamente debe requerirse al juez. El control de constitucionalidad es una de las funciones del juez y la misma es ejercida como cualquier otra. Nadie puede sentirse sorprendido por ella y es un deber de buen litigante anticiparse a ella, justificando la constitucionalidad de la ley sobre la que se apoyan los derechos invocados" (conf. A. B. Bianchi, op. cit., p. 225).

Asimismo, respecto de la interpretación que de el principio "iura novit curia" realiza la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se ha expresado: "Que un juez pueda aplicar por su propia iniciativa una norma inferior a la Constitución, aunque las partes no lo soliciten así..., pero no a la Constitución misma, es una tesis palmariamente ajurídica" (conf. N. P. Sagüés, op. cit., p. 144).

Observa también el autor citado que "la doctrina prohibitiva de la declaración de inconstitucionalidad de oficio conduce a otro absurdo más: según ella, la Constitución es inaplicable (!) cuando se opone a una ley cualquiera, salvo que el afectado denuncie tal conflicto normativo. En otras palabras: la ley inferior prevalece sobre la ley superior (Constitución), hasta tanto el perjudicado no impugne esa contradicción. Tal desacierto conceptual es obviamente inadmisible" (Ibídem, p. 145).

En síntesis, el principio de supremacía constitucional incorporado a la Constitución Nacional, "impone el triunfo de ella sobre cualquier ley ordinaria. Es inimaginable al respecto que el silencio de una de las partes del pleito (silencio intencional o culposo) prive al tribunal respectivo de cumplir con el mandato constitucional de asegurar la superioridad de la norma de la Constitución por sobre la norma infraconstitucional" (Ibídem, p. 144).

Por lo tanto, en virtud de todas las razones expuestas, compartidas por la mayor parte de la doctrina constitucional de nuestro país (conf., además de los autores ya citados, lo expresado sobre la cuestión por: Jorge R. Vanossi, "Recurso extraordinario federal. Control de constitucionalidad", p. 226, Ed. Universidad, Buenos Aires, 1984; Hugo Alsina, "Tratado teórico práctico de derecho procesal civil y comercial", t. II, p. 39, Ed. Ediar, Buenos Aires, 1957; Augusto M. Morello, "La Corte Suprema, el aumento de su poder a través de nuevos e imprescindibles roles", ED, 112-972; Ricardo Haro, "El control de oficio de constitucionalidad", ED, 64-645, entre muchos otros), considero que es una atribución propia de los órganos jurisdiccionales -no condicionada al requerimiento de las partes- el ejercicio del control de constitucionalidad de las normas aplicables a un caso concreto, control que supone, claro está, la facultad de declarar la inconstitucionalidad de aquellas leyes que entren en contradicción con los principios, garantías y derechos reconocidos en la Constitución Nacional (conf. art. 28).

VI. Algunas breves reflexiones finales acerca de lo dispuesto en la ley 24.825.

Lo establecido por el legislador en la ley citada sin duda representa un tremendo retroceso político y cultural y un regreso paradojal hacia un sistema procesal penal de carácter escrito y totalmente inquisitivo, cuyo abandono parecía, por fin, consolidarse en nuestro país de la mano del gran movimiento reformista que cobró impulso a partir del restablecimiento del orden democrático constitucional y que concluyó con el logro parcial de la sanción (el 21 de agosto de 1991) de la ley 23.984, que consagró, en el ámbito de la justicia penal nacional, al juicio oral, público, contradictorio y continuo.

Dicho movimiento de reforma del proceso penal, a su vez, formó parte de uno más amplio que abarcó a la mayoría de los países de América Latina y en virtud del cual se elaboró el Código Procesal Penal modelo para Iberoamérica (presentado en mayo del año 1988), que establecía al juicio oral, público, contradictorio y continuo como la etapa principal del proceso penal.

En su Exposición de Motivos se afirmaba que "la justicia penal ha funcionado como una 'caja negra', alejada del control popular y de la transparencia democrática. El apego a ritualismos antiguos, a fórmulas inquisitivas, que en la cultura universal ya son curiosidades históricas, la falta de respeto a la dignidad humana, la delegación de las funciones judiciales, el secreto, la carencia de inmediación, en fin, un atraso político y cultural ya insoportable, tornan imperioso comenzar un profundo movimiento de reforma en todo el continente" (conf. Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal, "Código Procesal Penal modelo para Iberoamérica", p. 14, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1989).

Se había advertido, sin embargo, que la efectiva reforma del proceso penal no dependía exclusivamente de la sanción de un determinado texto normativo sino, también, de la interpretación y aplicación que del nuevo código llevaran a cabo los actores procesales, tanto públicos como privados. En tal sentido, un destacado Profesor de la Universidad de Costa Rica llamó la atención sobre la falta de progresos sustanciales en el proceso penal de su país pese a los 10 años de vigencia de un nuevo Código de Procedimientos Penales, elaborado sobre la base del Código Procesal de la Provincia de Córdoba (1939), fenómeno que atribuía a lo que denominaba "lectura inquisitorial" de su articulado (conf. Walter Antillón, "Del proceso y la cultura", en "Symposium Internacional sobre la transformación de la administración de la justicia penal en la República Argentina. Hacia una nueva justicia penal", publicación del Consejo para la Consolidación de la Democracia, t. II, p. 53, 1989).

Explicaba el nombrado catedrático, al referirse a la reforma procesal penal que en ese momento se intentaba concretar en nuestro país, que "El proyecto incide en un contexto social y cultural concreto, donde ha regido hasta ese momento otro código que quizás muchos esperan suplantar, pero que de todos modos ha contribuido a conformar una cultura jurídica. Parece evidente que la perduración de ese viejo código ha dependido de la adhesión o inercia (que es otra forma de adhesión) de los grupos más influyentes de la sociedad, que vieron en él un instrumento adecuado a la satisfacción de sus intereses. Por lo tanto, la aparición del proyecto de nuevo Código será seguramente valorada en función de aquellos intereses por aquellos grupos y también por los que sostienen intereses distintos o antagónicos. Pero la pugna ideológica no va a terminar con la sanción de la ley que pone en vigencia el nuevo Código, sino que va a continuar en otro campo de batalla: en los tribunales y, más allá de éstos, en muchas diversas articulaciones de la Sociedad" (op. cit., p. 59).

Si bien las modificaciones al procedimiento penal que se concretaron en la República Argentina fueron muy limitadas, si se las compara con las previstas en un principio, se alcanzó al menos el tan esperado arribo de la oralidad del juicio penal al ámbito de la justicia nacional, que se produjo hace apenas cinco años. Es por eso lamentable que en tan corto lapso, a través de la sanción de la tantas veces citada ley 24.825, se le haya otorgado carta de defunción al juicio oral, público, contradictorio y continuo. Para decirlo con palabras de Leopoldo H. Schiffrin: "...la gran deficiencia de los procedimientos penales de toda América Latina ha sido su carácter inquisitivo y escrito, del cual se intenta salir ahora, pero con la singularidad de que apenas nacida la criatura quiere arrojarse el agua de su baño junto con la criatura misma. Esto es, el 'juicio abreviado' significa, otra vez, en una gran cantidad de casos, que se dicte sentencia sobre los únicos fundamentos de centenaria tradición inquisitorial: el sumario escrito y la confesión". ("Corsi e Recorsi de las garantías procesales penales en la Argentina -a propósito del juicio abreviado y del 'arrepentido'-", ponencia presentada en Congreso Internacional de Derecho Penal "75° aniversario del Código Penal", llevado a cabo en la Universidad de Buenos Aires entre los días 11 y 14 de agosto de 1997).

Por todo ello, ante el inmenso retroceso político y cultural que significa la sanción de la ley 24.825, no puede dejar de llamar la atención la escasa reacción registrada frente a la consagración de un mecanismo procesal que barre lisa y llanamente con el único avance sustancial que sobre la materia se había logrado con la sanción del Código Procesal Penal de la Nación.

Hasta donde he podido tener conocimiento, en el ámbito de la jurisprudencia sólo se han pronunciado dos votos en minoría sosteniendo la inconstitucionalidad del procedimiento incorporado por la ley 24.825, el del juez Luis Fernando Niño al resolver, con fecha 23 de septiembre de 1997, el pedido de aplicación del art. 431 bis del Cód. Procesal Penal de la Nación en la causa N° 454 del registro del Tribunal Oral en lo Criminal N° 20 y el del juez Ernesto Gandolfi, al resolver, con fecha 26 de agosto de 1997, la solicitud de aplicación de la norma citada, en la causa N° 146 del registro del Tribunal Oral en lo Penal Económico N° 3. Asimismo, merece destacarse, por un lado, la disidencia total con el proyecto de la ley 24.825, que fuera expresada por el Senador Pedro G. Villarroel en el dictamen de la Comisión de Asuntos Penales y Regímenes Carcelarios de la Cámara de Senadores del Honorable Congreso de la Nación y, por otro lado, en el ámbito de la doctrina, las opiniones de Leopoldo H. Schiffrin (citada más arriba) y de Miguel Angel Almeyra ("Réquiem para el juicio penal oral -a propósito del procedimiento penal abreviado-", en "Antecedentes Parlamentarios", año 1997, N° 7, p. 1559).

Ante ese panorama, resulta ineludible interrogarse acerca de si la reforma legislativa de 1991 implicó un verdadero cambio en la consciencia jurídica de los operadores del sistema procesal o si, por el contrario, sea por "adhesión" o por "inercia", predominó siempre en nuestro medio una "lectura inquisitorial" del nuevo código, que determina que la reciente sanción de la ley 24.825 no sea vivida como un retroceso o como una pérdida, sino como un "retorno triunfal".

Es inevitable preguntarse entonces si el juicio oral, público, contradictorio y continuo fue asumido en verdad como la etapa principal y definitoria del proceso penal o si, como parece indicarlo la escasa oposición al nuevo "procedimiento abreviado", fue entendido como una mera reiteración de los actos llevados a cabo durante la instrucción.

Por último, podría tal vez alegarse, que una necesidad de "eficiencia" es lo que ha determinado al legislador a consagrar un procedimiento que arrasa con los valores básicos que caracterizan y definen al sistema republicano y democrático de derecho.

Si así fuese, la idea de "eficiencia" resultaría, parafraseando a Winfried Hassemer, "más bien de corto alcance y de carácter criminalístico: esclarecimiento y condena de hechos punibles". Pero un derecho penal inspirado en un concepto tal de 'eficiencia' se "paga caro, con principios que fueron logrados políticamente, y que siempre son atacables por la política. No existe una prescindencia parcial del principio de culpabilidad o de la protección de la dignidad del hombre; si estos principios ya no son de ponderación firme también en los 'tiempos de necesidad', pierden su valor para nuestra cultura jurídica. Pues a partir de ese momento el criterio para la continuación de la vigencia de estos principios ya no es su valor y su peso específico, sino la percepción como problema de la 'necesidad' o de la 'grave amenaza'" (conf. "Crítica al derecho penal de hoy", ps. 81 y 65/6, trad. a cargo de Patricia S. Ziffer; Ed. Ad-hoc, Buenos Aires, 1995).

Por lo demás, también resulta paradójico recordar que entre las innumerables ventajas que se postulaban, al momento de impulsarse la reforma del antiguo Código Procesal en Materia Penal, respecto del juicio oral, se destacaba la de su mayor celeridad para la resolución de los casos penales frente al lento y burocrático sistema escrito. Sin embargo, apenas cinco años después, con base en el mismo argumento -agilizar el proceso penal- se opta por suprimir del procedimiento penal al juicio oral, público, contradictorio y continuo.

Más allá de ello, frente al argumento de la "eficiencia", cabe señalar que, como se ha observado con precisión, "El Estado entra así en el negocio de lo más conveniente, o de lo que a algunos les parece tal; es decir: su parámetro ya no es la justicia, sino el mercado... La política criminal actual está teñida por institutos ajenos a la tradición de la Ilustración. Se supuso conveniente olvidar principios esenciales del Estado de Derecho, con tal de lograr mejores resultados... Estos institutos han corrompido la moral media. Hoy en día puede parecerle bien a un juez hacerle toda clase de zancadillas al imputado: grabarle conversaciones secretas tenidas con su defensor, sondearlo bajo filmación velada, y mucho más... ¿Es que no adviertes que así logramos eficiencia?, podrá preguntarse. Pero, entonces: ¿Por qué no recurrir lisa y llanamente a la tortura, que si bien no asegura la verdad -cualquier declaración puede surgir ante el suplicio-, al menos acelera la resolución del conflicto?... Quien santifica esos procedimientos cree solapadamente en la razonabilidad de la tortura" (conf. Marcelo A. Sancinetti, "¿Moralidad o eficiencia en la política criminal?", en "Revista Jurídica" del Centro de Estudiantes de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, N° 11, septiembre de 1997, ps. 4 y 5).

En síntesis, estoy convencido de que no es por el camino del desconocimiento de las libertades y de los derechos civiles fundamentales y de las instituciones que tienden a afianzarlos, que debe buscarse "eficiencia" en el procedimiento penal. Por el contrario, a los argentinos sólo nos basta mirar hacia nuestra historia no tan lejana, para encontrar la más clara enseñanza de lo que le ocurre a un pueblo que no mantiene con firmeza la vigencia de los valores esenciales de un estado democrático de derecho.

VII. En razón de todo lo expuesto, en especial de lo expresado en el consid. IV del presente, corresponde declarar la inconstitucionalidad de la ley 24.825 y del art. 431 bis del Cód. Procesal Penal de la Nación, toda vez que lo allí establecido quebranta lo dispuesto en los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional.

Por lo tanto, debe rechazarse la solicitud formulada por las partes en la presentación obrante a fs. 105/6 y, en consecuencia, citarlas a juicio en los términos del art. 354 del Cód. Procesal Penal de la Nación, sin que obste al desarrollo del juicio ante este tribunal lo expresado por el imputado en la presentación que se rechaza, dada la invalidez que afecta a lo expuesto por él bajo un contexto normativo que, en virtud de lo considerado en el punto II del presente, viola lo consagrado en el art. 8º, inc. 3° de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que determina que: "La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna naturaleza".

En conclusión, voto por la declaración de inconstitucionalidad de la ley 24.825 y del art. 431 bis del Cód. Procesal Penal de la Nación, en tanto conculcan lo dispuesto en los arts. 18 y 118 de la Constitución Nacional, por el consecuente rechazo de la solicitud obrante a fs. 105/6 y la citación de las partes a juicio en los términos del art. 354 del Cód. Procesal Penal de la Nación.

Se hace saber entonces que, de conformidad con lo dispuesto por los arts. 398, 431 bis y concs. del ordenamiento de forma, el tribunal por mayoría, resuelve: I. Condenar a Apolonio Osorio Sosa de las demás condiciones personales mencionadas, como autor penalmente responsable del delito de robo agravado por el uso de armas en grado de tentativa en concurso ideal con abuso de armas, a la pena de 2 años y 6 meses de prisión y costas (arts. 5º, 29, inc. 3°, 42, 45, 54, 104, 164 y 166 inc. 2°, Cód. Penal) II. Unificar en 2 años y 7 meses de prisión y costas, la pena impuesta a Apolonio Osorio Sosa, en el punto anterior con la de 3 meses de prisión en suspenso, cuya condicionalidad se revoca y costas, impuesta por el Tribunal Oral en lo Criminal N° 10 el 1 de septiembre de 1997 en la causa N° 473 (arts. 29 inc. 3° y 58 del Cód. Penal). - Armando Chamot. - Héctor M. Magariños. - Antonieta Goscilio

No hay comentarios:

Publicar un comentario